COLUMNAS

La trilogía del bien

Una opinión diferente

Isael Petronio Cantú Nájera

El rotundo triunfo de Andrés Manuel López Obrador  como presidente de México tiene muchas explicaciones; unas más fuertes que otras y algunas hasta exotéricas. De las explicaciones fuertes se encuentran los datos económicos que exponen el nivel de pobreza y de riqueza en la que vive la población en general; la calidad de la impartición de justicia y la eficiencia y eficacia del gobierno en general como una estructura capaz de cumplir con su propio programa de gobierno.

CONEVAL es la dependencia encargada de llevar la estadística de los indicadores de desarrollo social y hace dos años[1], estimaba que 53.4 millones de mexicanos vivían en la pobreza y que 9.4 lo hacían en la pobreza extrema. Lo que nos indica que la mitad de la población vive en condiciones realmente difíciles y que sus oportunidades para alcanzar una mejor situación económica, no se encuentra en un futuro cercano: seguirán siendo pobres con todas las agravantes que significa que medio país viva con grandes rezagos sociales.

Es pertinente comentar que la indigencia en la que vive la mitad de la población no es muy diferente en la que viven los que están dos deciles por encima de esa línea de pobreza que CONEVAL ha trazado. No se requiere tanta agudeza intelectiva para deducir que las contradicciones entre pobres y ricos se resuelven en una frágil línea cuya frontera es lo legal y lo ilegal, recordando lo que Eric Hobsbawm (Bandidos, 2011) comentaba en el caso de bandidos buenos como Robin Hood y Pancho Villa entre otros que en momentos de crisis se dedicaron a “robar a los ricos para dárselo a los pobres”.

El caso se vuelve más complicado cuando la función pública, es decir los gobernantes, sean de designación como las burocracias o de elección, traicionan y corrompen la función misma y en lugar de administrar correctamente la República, se dedican a robarse el erario de mil formas: desde sueldos onerosos y nunca bien merecidos, contratos de obra autoasignados, robo descarado del dinero público, hasta el simple hecho de “trabajar” sin hacer absolutamente nada, cargos conocidos vulgarmente como “aviadurías”.

Si el Estado por antonomasia tiene como fin dar seguridad a las relaciones civiles y garantizar la vida, la libertad y el disfrute pleno de los bienes bien habidos; requiere entonces de un poder judicial fuerte, capaz de imponer la ley por encima de cualquier interés particular, bajo el principio de hacer que el Estado de Derecho se respete indefectiblemente y más en los propios “gobernantes”… pero esto no ha sido así; las constantes prevaricaciones de las fiscalías, ministerios públicos y jueces han creado un ambiente injusto y el descrédito general del sistema de justicia, dando como resultado: un Estado fallido.

El sello que identifica este Estado fallido es el grado de corrupción, entendida esta como: un uso o abuso del cargo público, sea por acción u omisión, a favor de intereses personales o privados (Sayed y Bruce, 1998), donde los casos más paradigmáticos son: la compra de la “casa blanca” y la posterior inducción para elegir a un fiscal anticorrupción, particularmente a un amigo a modo que validara que dicha acción no era corrupción o que un militar, un policia o un juez, fuera cabeza de un grupo de narcos o grupos delincuenciales.

Desvirtuada la función pública como un acto de servicio eficiente y eficaz para administrar y servir al pueblo, las burocracias, el trabajar en el gobierno, se volvió un modo común de enriquecerse ilícitamente, la frase que identifica esta forma de ser sería: en el año de Hidalgo, chingue su madre el que deje algo; así, en medio de la generalidad, se diluía, el sentimiento de reprochabilidad y responsabilidad personal, que es en último caso: el valor ético de cada persona.

Pero ¿si la ética social toca los límites de la corrupción, puede haber otra ética que la corrija? La historia nos da ejemplos de que así es, aunque los costos resultan altísimos para la sociedad misma; ciclos, procesos, eras, etapas, revoluciones, edades de oro, de múltiples maneras hemos llamado esos cambios que permiten a una sociedad sobreponerse a momentos socioeconómicos y políticos aciagos y contrarios a un ideal de “buen gobierno”, pero ¿Cómo lo han hecho?

Thomas Piketty (El Capital, 2013) y antes que él Carlos Marx (El Capital, 1867) desentrañaron los mecanismos del sistema capitalista y su preponderancia a concentrar la riqueza en unas cuantas manos, como correlato de esa concentración económica, está la concentración del poder político y la corrupción del modelo democrático de gobierno, pues finalmente los dueños del capital “arriendan” a los políticos que dirigen el Estado y estos, serviles construyen un falso estado de derecho que solamente protege al capital y a los capitalistas y condena a los trabajadores y demás clases sociales subalternas.

Así las cosas, el conflicto se resuelve de manera tersa o violenta y hay que decir que el primero de julio en México, se ha optado por una resolución tersa; una segunda transición, ahora hacia la izquierda, con fuertes notas populistas, que se contraponen al populismo de derecha que descarriló al Estado mexicano, con la legitimación de un 53% de la votación hacia el nuevo grupo en el poder: MORENA.

El reto del nuevo gobierno es asumir políticas públicas que resuelvan los tres problemas más graves: pobreza, injusticia e inseguridad, eficiencia y eficacia en la función gubernativa y los pasos que tiene que dar deben ser inéditos, creativos y audaces.

El primero pasa por resolver la ingente pobreza redistribuyendo el ingreso y la riqueza nacional, es decir: el nuevo presupuesto de la federación debe ser participativo, dándole un cariz más democrático y reasignar más dinero para impulsar el desarrollo sustentable en las zonas más deprimidas del país, cuyo efecto inmediato sería un incremento de la tasa de empleo y por consiguiente de ingreso familiar; lo cual tendría otro efecto secundario sobre las condiciones que obligan a los ciudadanos a delinquir, evitando con ello, por lo menos una parte, que los pobres sean el semilleros de las bandas delincuenciales. Obviamente, el impulso de la producción tiene que tener aparejado el incremento sustantivo en el actual salario, que los políticas neoliberales contuvieron criminalmente y esto implica un nuevo orden y nueva correlación entre el capital y el trabajo, nada nuevo, pero importante para México: sin dinero y ante el hambre de los hijos cualquiera que tenga uso de razón delinque o se va del país en busca de nuevas oportunidades de trabajar y obtener recursos para vivir dignamente.

En segundo lugar, la implementación de una justicia transicional tiene varios momentos, el principal es “limpiar” al propio poder judicial de la corrupción misma, ajustando mecanismos de las judicaturas y revisando a fondo los procedimientos de impartición de justicia, no está de más saber que la reforma judicial, llevando al sistema penal acusatorio a uno de tipo adversarial y de mayor control del proceso, tiene que ascender a una etapa que realmente arroje resultados en garantizar una plena justicia pronta y expedita, sin ningún tinte de partidización o influjo de otros poderes.

Los últimos doce años, sobre todo a partir de la guerra contra el narco implementada por Calderón, hizo más daños colaterales a la sociedad civil que a los narcos mismos; la cantidad de dinero, el poder bélico y la corrupción en la administración de la justicia, incluidas las policías, crearon condiciones para una “guerra de baja intensidad” donde las fuerzas armadas se vieron en una grave desventaja táctica y la población civil sufrió los efectos de un fuego cruzado o impelida a formarse en un bando u otro: no perder de vista la infinidad de sicarios menores de edad o familias enteras dedicadas al “huachicoleo” que en ningún momento sintieron reprochables sus actos y que argumentaban a su favor el mal ejemplo de los políticos corruptos: si ellos lo hacen, ¿por qué yo no?.

Si la redistribución de la riqueza es la columna vertebral de un nuevo Estado, sus piernas  y brazos vienen siendo la creación de una normatividad y sus procesos jurisdiccionales que garanticen el pleno disfrute de la vida y de los bienes; esta cultura de legalidad debe estar impresa en la consciencia de todo servidor público y debe además ser inculcada desde la más tierna infancia, para que se convierta en una virtud inherente al ser humano en lo particular y en la cultura del ser social: hombres y mujeres respetuosos del Estado de Derecho arriba y abajo. Así, el concepto de justicia y los actos inherentes a ser justo, no son impuestos en fechas tardías ni menos en la coerción del sistema penitenciario, sino: en la educación ciudadana del niño y de las niñas.

Finalmente, no se entiende el servicio público en medio de la mordida, el cochupo, la extorsión, el abuso de poder, la negligencia, el nepotismo, las aviadurías, etcétera, todas esas conductas de una burocracia inefable, proclive a la corrupción, y esto si es limpiar los Establos de Augias, porque la administración pública, debe ser altamente eficiente y eficaz al implementar todo tipo de política pública que contribuya al mayor bien común de la sociedad, significa una transformación radical de la burocracia, porque sino existe una revolución dentro de la revolución, el nuevo Estado Social y Democrático de Derecho se verá constantemente amenazado y asediado por un sector que fue alimentado desde el cardenismo en la corporativización de todo sindicato o asociación, creando pesadas, costosas e ineficientes estructuras burocráticas, ahora, con la agravante de salarios onerosos que consumen buena parte del dinero público que debería servir para impulsar la economía.

Los mecanismos de control, ya sean verticales, horizontales o transversales, han demostrado que resultaron fuertemente impactados por la cultura de la corrupción: ningún contralor controló nada, simplemente se dedicaron al “moche” en contubernio con una iniciativa privada que entró a saco en la riqueza pública. Por ello, una campaña de austeridad que se convierta en cultura y la descentralización del poder de control hacia una ciudadanía más participativa, son las bases para construir una gobernanza democrática donde se inicie un control eficiente de lo político, es decir, menos gobierno y más ciudadanía: control societal.

Por supuesto que hay más temas para la construcción de un nuevo Estado Social y Democrático de Derecho, pero esos temas son filigrana y se irán bordando en la medida en que la gente tenga dinero constante y sonante en su bolsillo. Ese es el reto.